MARICHIWANEANDO

Del libro Proesía, 2025
David Aniñir

Eran puras ganadas al ambiente cuRtural las que realizaba el Colectivo Odiókratas de Cerro Navia por el año 2000, despuntando el nuevo siglo. Al hueso, sin asco, a punta de reflexión sativa y la estrategia, hacer tocatas de rock. Esa era la motivación en la época dorada de nuestra juventud. ¡Mari chi yeah!

En principio un piño, un lote, luego una sólida agrupación cultural de la pobla que tuvo su cartel. Sus miembros, hoy dispersos, llevan tatuada en el pecho esa etapa. El tiempo dio su razón. “Siempre atentos, nunca cómplices”, la consigna. Mezcla de barra brava del Colo-Colo, rockers, poblador, mapuche, champurria, chorizo del corte y desertor escolar con prontuario. Perfil Odiokrático.

A las experiencias de solidaridad mapuchísticas y logísticas de propaganda, el colectivo Odiokratas fue incorporando ciertas prácticas poétika-mapu-musik. Un bodrio cuasi armónico de sonoridades mapuche que a puro instinto fusionábamos con las bandas de la movida local. Integración de voluntades apoyando las ideas de la lucha y el lucho, las viejas causas perdidas y las nuevas. La arenga, una bravata incipiente, un llamado sonoro al espíritu ancestral perdido.

 Aquella tarde venía hecha. Se cerraba el programa anual de las Escuelas de Rock en Cerro Navia con un sólido festival en el parque Javiera Carrera y la presentación de las mejores bandas emergentes de la comuna y otras que ya venían con más chicha rocker en el cuerpo como: Presagio, punx local; Raja Pelá, del mismo corte; Deforme y Escepticismo, metal; y de plato de fondo, su asado al vidrio, su dosis de tiritones: La Floripondio, mítica banda de Villa Alemana.

Ese sábado se esperaba la grande, la zorra y de repente guateó el sol, el cielo se apañó de nubes. Terrible atardecer fue ese. Se anunciaba una jornada densa de rock junto a las acostumbradas profusiones sucedáneas y sustancias lokatelis pa´ relajar la vena.
El parque Javiera Carrera extendía su chasca verdusca desde Huelén con Mapocho hacia el oeste, frente a la 45ª comisaría de Cerro Navia Town. Ahí, un collage de sátira dark se fundía en las nubes del calentamiento global. Una embriaguez cinestésica se tomaba el parque. Animaba el Luis Dubó y sus performances tematizadas introducían la presentación de cada banda y el concepto se nutría de arte visual y montaje escénico

Odiokratas, con su incipiente apuesta poétika-mapu-musik, subieron al escenario. El Painén, el Beto Huenul, los hermanos Llancaleo, el Rallimán, y otros improvisando el awante. Hasta el guatón Cristián y la perla negra de la Mariel, que puso el influjo del amor odiokrático a la orgánica, atinaban a tocar el trompe. The Ryal pu Ülkantuchefe. Era una bravata de sonoridades mapuchonas auténticas, originarias, de Cerro Navia oee, siiiii.

La weá salió bakán y el disfrute lo hicimos con jote. Se venía el turno de La Floripondio mientras descargaba su artillería Sinergia, rockers con identidad e ingeniosa lírica directo desde Recoleta. El vocalista le ponía bweno. Era una bestia descargando su ácida hilaridad y en el bajo, las contorsiones sonoras con guiños a Primus.

La cagá y media iba en flor, todos sedientos. Al toke las chelas, el jote, los cuetes y otros subvicios. Todos amontonados a la botillería de nuevo. Los pacos en la comisaría del tefren estaban con el medio cogote viendo a la masa rockers y querían que puro terminara el weveo.

—¡Está lloviendo vino conchetumaree! —entró gritando el Macha al escenario, mientras una tenue llovizna recibía a la banda. Se prendieron las luces con “Matar al presidente” y el desborde fue total. Saltos mosh, los weones arriba de las cabezas, puras mantarrayas a la llovizna. La noche crispaba riffs, tambores y lluvia. Quedó la embarráh.

Terminada la tocata —ya algo perjudicados y con la dicha de haber explorado nuestra nueva faceta sobre el escenario— nos fuimos a un carrete que prendería la última mecha de nuestro debut. La María Cona y el Mauricio Neculqueo manejaban la vieja Chevroleta, vital herramienta de la feria donde vendían alimento para animales. Caímos todos amontonados en la parte trasera al descubierto, con la bici del Beto Huenul trabada a la ligera.

El carrete se realizaba en el centro y prometía. Iba todo el piño arriba de la camioneta, arri´a e´ la pelota, más apreta´oh que la chucha, mientras la lluvia iba en aumento, weveo pa´l papa. Salimos de Cerro Navia evitando calles que delataran el peluseo. Desde calle Neptuno viramos a la izquierda por Loyola. Aunque íbamos a una velocidad prudente, el copete se vertía a saltos sobre la ropa y los cigarros se los consumía el viento. Por la ventanilla de la cabina se veía al Neculqueo conducir prodigiosamente piola. Estábamos bien. Echábamos la talla soltando carcajadas pastosa, desentonadas a dúo con la María Cona y, cuando Neculqueo reía, salpicaba saliva por entre las aberturas cariadas. Entonces sucedió el instante.

Desde la misma ventanilla, a través del parabrisas, se logró divisar un vehículo algo no muy claro en la oscuridad. Era un Opala detenido en línea recta, en la misma calle, a media cuadra con luces pestañeando intermitentes. Y, debajo del Opala estaba su chofer, arreglando una pana al tubo de escape.

Fueron segundos exactos, los que se demoró el hombre en levantarse en el momento oportuno. Después vino el impacto del choque que lanzó su auto, veinte metros por los aires en bajada recta. Él se salvó por milímetros. Nosotros nos sacudimos a cabezazos compartidos con la bici incrustada en las espaldas y los cuerpos entrecruzados de dolor.

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