
Daniel Sandoval Nazal.
Vicepresidente de CONAPROCH
Militante de Tejer-ConstruIR.
En junio de 1984, en plena dictadura militar, un grupo de dirigentes rurales reunidos bajo el alero de la Asociación Gremial Solidaridad Campesina elaboró un documento que hoy, cuatro décadas después, sigue interpelando al país. El Petitorio Nacional Campesino condensa las demandas, frustraciones y esperanzas de miles de pequeños agricultores, parceleros y trabajadores rurales que, tras la Reforma Agraria y su posterior desmantelamiento, enfrentaban el abandono estatal de la dictadura, el despojo de la naturaleza, la concentración de la tierra y la precarización extrema del trabajo en el campo.
Aquel petitorio fue redactado tras un proceso de organización paciente y clandestino. Durante 1983, se formaron comités campesinos de base en distintas provincias, vinculados por la convicción de que los problemas del campo no se resolverían sin la voz de los propios campesinos. Con ese objetivo nació Solidaridad Campesina, organización gremial que recuperaba el espíritu colectivo, asociativo y solidario de la Reforma Agraria, pero adaptado a la represión del régimen y a un modelo económico que había transformado la agricultura chilena en una plataforma de exportación al servicio del capital financiero.
El texto fue presentado ante autoridades y distribuido entre las comunidades rurales como un instrumento de unidad. No se trataba sólo de exigir políticas, sino de reafirmar una identidad campesina en resistencia frente a los diversos tentáculos del despojo. El documento se utilizó para denunciar que “los campesinos somos el sector más explotado y olvidado de la sociedad chilena” y se advirtió que, pese al paso del tiempo, la miseria seguía campeando en el campo mientras los nuevos patrones, ahora empresarios agroexportadores, acumulaban ganancias sobre la base del endeudamiento campesino y la explotación laboral y natural.
Las demandas de ayer que son las de hoy

Leer hoy el Petitorio Nacional Campesino es enfrentarse a un espejo que refleja los mismos problemas que atraviesan al mundo rural contemporáneo. Entre sus principales exigencias figuraban el acceso a créditos blandos, precios justos, la reapertura de un poder comprador estatal, un sistema previsional especial para trabajadores agrícolas, educación y salud rurales gratuitas, vivienda digna, transporte y apoyo a la mujer campesina. Cuatro décadas después, cada uno de estos puntos sigue siendo materia pendiente.
El petitorio señalaba con claridad que el Estado debía entregar “créditos baratos, realmente al alcance de los campesinos” y reabrir un poder comprador, como lo fue la ECA, para garantizar la comercialización de los productos campesinos a precios justos. En 1984, los parceleros estaban asfixiados por las deudas heredadas de la Reforma Agraria y la falta de apoyo técnico. Hoy, muchos de sus hijos y nietos viven la misma situación, atrapados entre créditos usureros, intermediarios y mercados concentrados por grandes empresas agroindustriales.
Casi cuarenta años después, las cifras confirman esa continuidad. Según datos de la Oficina de Estudios y Políticas Agrarias (ODEPA), el 54% de las viviendas rurales no tiene acceso a la red pública de agua potable y el 27% presenta materialidad no aceptable, mientras que el 28% de la población rural vive en pobreza multidimensional, casi el doble que en zonas urbanas. Apenas 10% de los hogares rurales cuenta con internet fijo, y las mujeres rurales registran una participación laboral del 34%, diez puntos menos que en la ciudad. Estas brechas expresan la forma actual del abandono estatal, donde la desigualdad rural se vuelve parte normalizada del paisaje nacional.
La situación de los trabajadores agrícolas que describía el documento también mantiene una dolorosa continuidad. Se hablaba entonces de cesantía, temporalidad y falta de previsión; de mujeres obligadas a trabajar en los packing de fruta bajo condiciones precarias y sin acceso a salas cuna. Cuarenta años después, esas denuncias siguen siendo habituales en los informes laborales del sector, con salarios por debajo del promedio nacional, alta informalidad y ausencia de derechos colectivos. Lo que en dictadura era precarización por represión, en democracia se ha transformado en precarización por desidia estratégica, pues permite mantener al campesinado en un estado de subordinación funcional al modelo agroexportador. Esa precariedad, lejos de ser un error o una omisión, opera como una condición estructural que garantiza mano de obra barata, territorios disponibles para la expansión forestal, agroalimentaria e inmobiliaria, y una ruralidad subordinada a las necesidades del capital antes que al bienestar de quienes la habitan.
El texto dedicaba un apartado completo a la vida en la comunidad campesina, denunciando la falta de salud, educación y vivienda. “La vida en el campo hoy es un drama”, señalaba el documento, destacando problemas como la desnutrición, el alcoholismo, las enfermedades y la ausencia de perspectivas para la juventud rural. La falta de postas médicas, escuelas sin infraestructura, caminos en mal estado y la migración forzada de los jóvenes hacia las ciudades eran parte del diagnóstico. Hoy, esas realidades no han desaparecido por completo, sólo se han desplazado hacia las periferias rurales urbanizadas, donde el acceso a servicios sigue siendo desigual y las políticas públicas llegan con lentitud o simplemente no llegan, sin comprender la vida campesina.
Solidaridad Campesina: la semilla de CONAPROCH

El Petitorio Nacional Campesino marcó un punto de inflexión en la historia organizativa rural de Chile. Solidaridad Campesina fue la organización que dio continuidad a la articulación gremial y política del campesinado durante los años más duros de la dictadura. Desde allí se tejieron redes que permitieron sostener la defensa de los derechos rurales y preparar el terreno para la creación, años más tarde, de la Confederación Nacional de Asociaciones Gremiales y Pequeños Productores Campesinos de Chile (CONAPROCH).
CONAPROCH heredó esa tradición de lucha. No nació de la nada, sino del esfuerzo acumulado de décadas de organización campesina que sobrevivió a la represión, al miedo y al aislamiento. Si hoy la Confederación continúa levantando la voz en defensa de la agricultura familiar campesina, lo hace sobre los cimientos que pusieron quienes, en 1984, se atrevieron a escribir delante de los fusiles que “la autoridad jamás nos ha tomado en cuenta”. Aquella frase, que resume una sensación histórica de abandono, sigue siendo vigente.
Democracia y deuda rural
El retorno a la democracia trajo consigo esperanza, pero no una transformación estructural del campo chileno. La esperanza duró poco. Los gobiernos democráticos, en lugar de reconstruir un Estado que acompañara al campesinado, profundizaron el modelo agroexportador heredado de la dictadura. Las políticas de fomento se concentraron en la competitividad y la inserción en mercados internacionales, relegando a un segundo plano el bienestar rural. En este contexto, el campesinado quedó atrapado entre la retórica del desarrollo y la práctica del despojo.
Mientras el país celebraba sus cifras macroeconómicas, la desigualdad territorial se profundizaba. Las grandes empresas forestales, vitivinícolas y frutícolas expandieron su dominio sobre los suelos agrícolas y el agua, desplazando a comunidades enteras. Las zonas rurales siguieron sometidas funcionalmente al capital, donde la vida campesina se volvió cada vez más difícil. Los programas estatales se centraron en la asistencia, no en la transformación, manteniendo a los pequeños productores como beneficiarios pasivos y no como actores estratégicos del desarrollo nacional. Basta con que se cuente las veces que aparece la palabra “campesino/a” en la Política Nacional de Desarrollo Rural. Son solo dos veces en el apartado metodológico para enunciar que fueron invitados a los talleres que conformaron la política nacional. No tienen un rol protagónico en los ejes propuestos por el documento.
A pesar de los diagnósticos reiterados, los avances siguen siendo marginales. La propia Política Nacional de Desarrollo Rural (PNDR), promulgada en 2020, reconoce que el 83% de la superficie nacional corresponde a comunas rurales y mixtas, donde habita el 25% de
la población, pero su implementación ha quedado subordinada a la lógica de la competitividad y la inversión, sin dotar de poder real a las comunidades rurales. Los Planes Regionales de Desarrollo Rural, aunque se presentan como instancias participativas, han convocado apenas a 1.421 actores en todo el país y reproducen un enfoque asistencial más que transformador. La política rural, más que un instrumento de cambio, ha operado como mecanismo de administración de la desigualdad.
El contraste entre las promesas de la democracia y las condiciones reales del mundo rural evidencia una continuidad estructural. La superexplotación del trabajo agrícola, la dependencia del crédito y la subordinación al capital exportador son hoy los rostros contemporáneos de la misma miseria que el petitorio denunció hace cuarenta años. La pregunta que emerge es incómoda: ¿cuánto ha cambiado realmente el campo chileno desde 1984?
Memoria, dignidad y futuro

Releer el Petitorio Nacional Campesino no es un ejercicio de nostalgia, sino memoria política. Es reconocer que, en los años más oscuros, los campesinos fueron capaces de pensar colectivamente su presente y proyectar un futuro distinto. En un tiempo en que la represión impedía hablar de derechos, ellos los escribieron y los exigieron. Lo hicieron en nombre de la dignidad, del trabajo, la naturaleza y de la vida en comunidad.
Esa herencia permanece viva en las organizaciones actuales. Desde CONAPROCH y otras agrupaciones rurales del país, las luchas por la soberanía alimentaria, la reforma agraria integral, la colectivización del agua y la valorización del trabajo campesino y de asalariados rurales continúan la senda abierta por Solidaridad Campesina. Las consignas de entonces: “Contra el hambre y la miseria. Por la dignidad de los campesinos. Exigimos soluciones ahora”, siguen siendo faro y advertencia.
La distancia entre las promesas institucionales y la realidad cotidiana de los territorios rurales sigue siendo abismal. Mientras el discurso oficial habla de “oportunidades económicas” y “sustentabilidad medioambiental”, los datos más recientes muestran un mundo rural donde una de cada cinco viviendas carece de servicios básicos y el promedio de escolaridad es 2,2 años menor que en las zonas urbanas. Frente a esa evidencia, las palabras del Petitorio Nacional Campesino suenan más contemporáneas que nunca: “La vida en el campo hoy es un drama”. Cuatro décadas después, la urgencia sigue siendo la misma: dignificar la vida campesina y reconocerla como fundamento de la soberanía alimentaria del país.
Puede descargar aquí el Petitorio Completo

